En muchos pueblos donde el eco reemplaza al bullicio y la rutina se diluye en la niebla, aún queda un servicio que no ha cerrado la persiana: el de las funerarias. En plena España vaciada, donde escuelas, bancos y ambulatorios han dicho adiós, ellas permanecen. Discretas. Incansables. Esenciales.
Desde Covelo hasta Crecente, pasando por San Leonardo de Yagüe o Alcudia de Guadix, las despedidas no entienden de rentabilidad ni de densidad de población. Un funeral aquí no es trámite. Es rito. Es comunidad. Es pertenencia. En estos territorios, el duelo se convierte en ceremonia compartida. Cada muerte recuerda quiénes fuimos y qué resistimos.
Los profesionales funerarios recorren kilómetros de curvas y caminos solitarios para llegar a tiempo. No por logística, sino por respeto. Porque en estos pueblos, el cementerio es más que un destino final. Es archivo de historias. Y cada lápida, un fragmento del alma colectiva.
Madrid, con su inmediatez y servicios concentrados, vive otro duelo. Aquí, en cambio, la muerte se acompaña. Se escucha. Se siente. Y gracias a quienes prestan este servicio —casi como una misión más que un negocio—, la España rural mantiene algo fundamental: la posibilidad de cerrar un ciclo con dignidad.