En una institución donde los símbolos pesan siglos, cada gesto puede convertirse en un hito. El Papa Francisco, fiel a su estilo directo y humilde, ha vuelto a romper con la tradición. Esta vez, incluso después de la muerte.
Cuando su día llegue, no descansará bajo las bóvedas del Vaticano, como tantos otros Pontífices. Su última voluntad ha sido clara: ser enterrado en la Basílica de Santa María la Mayor, un lugar muy especial para él. Allí, frente a la imagen de la Virgen Salus Populi Romani, depositaba flores antes y después de cada viaje. Allí quiere quedarse para siempre.
Francisco será el primer Papa en siglos que no repose en la necrópolis vaticana. Su decisión no es un capricho. Es parte de un camino de coherencia que ha marcado todo su pontificado: cercanía, sencillez y fidelidad a lo esencial.
Además, ha querido modificar el protocolo funerario: nada de tres ataúdes ni de ceremonias excesivas. Será enterrado en un simple féretro de madera, con el interior de zinc. Sin báculo papal. Sin artificios.
Esta voluntad ha sido respaldada por una norma que él mismo aprobó, permitiendo que los futuros Papas elijan libremente su lugar de descanso. Un acto de libertad espiritual que abre puertas a nuevas formas de vivir —y morir— la fe desde la silla de Pedro.
La decisión de Francisco, más que un cambio logístico, es un mensaje silencioso pero potente. Dice mucho de su visión de Iglesia. Dice mucho de su alma. Y dice aún más del Papa que siempre quiso estar cerca del pueblo, también después de la vida.