No hay palabras suficientes para describir lo que sintió Kira Brook Smith, de 22 años, cuando el domingo de Pascua se acercó al cementerio de Colchester. Su intención era sencilla, delicada: dejar flores en la tumba del hijo de una amiga. Pero lo que encontró fue devastador.
Uno de los pequeños sepulcros presentaba un enorme agujero. Los peluches habían desaparecido. Las rosas y otras flores, arrancadas. “Me eché a llorar en el acto”, confesó a la prensa local. Y no era la única. Una mujer que se encontraba allí le informó de que al menos cinco tumbas habían sido vandalizadas en la zona del jardín infantil del cementerio.
Allí, donde el silencio suele ser respetado, alguien decidió ensuciar la memoria, el duelo y el amor. Juguetes destrozados, piedras conmemorativas partidas, flores pisoteadas… Una imagen que ninguna familia debería presenciar jamás.
Cuando el equipo del Gazette visitó el lugar al día siguiente, los restos de ese acto incomprensible seguían allí. El dolor de los padres era palpable. Kira y otras personas intentaron limpiar lo posible, pero no se atrevieron a tocar las tumbas. “Escuchar a padres llorar porque han destruido la tumba de su hijo es lo peor que he vivido”, añadió conmovida.
La reacción no se ha hecho esperar. La concejala Natalie Sommers ha declarado que ya ha contactado con los servicios de cementerios del Ayuntamiento de Colchester. Se estudiarán cambios en horarios, normas o incluso aumentar la presencia de vigilancia en la zona para evitar que algo así vuelva a suceder.
Pero más allá de las medidas, queda una herida abierta. Una herida que no es solo de quienes perdieron a sus hijos, sino de toda una comunidad que ve cómo se mancilla uno de los pocos lugares donde el respeto debería ser absoluto.
En Colchester, la tristeza se mezcla hoy con la rabia. Porque no se puede entender que haya quien arranque un peluche de una tumba. Porque cuando se ataca a la memoria de un niño, se hiere a todos.